lunes, 4 de julio de 2016

Momotaro, el niño melocotón

Momotaro, el niño melocotón

Leyenda porpular japonesa Momotaro, el niño melocotón

Adaptación de la leyenda popular japonesa

Hace muchos años vivía en el lejano Japón una pareja de ancianos que no había tenido hijos. El hombre era leñador y su esposa le ayudaba en la tarea diaria recogiendo troncos y maderas.
Un día salieron los dos al campo y mientras el hombre trabajaba, ella se acercó al río a lavar la ropa ¡Menuda sorpresa se llevó la buena mujer! Flotando sobre las aguas vio un enorme melocotón. Llamó a su marido y entre los dos, consiguieron llevarlo hasta la orilla.
Si encontrar un melocotón gigante fue algo muy extraño, más raro fue lo que vieron dentro… Al abrirlo, de su interior salió un pequeño niño de tez blanca que sonriente les miraba con sus grandes ojos negros como el azabache. Los ancianos se pusieron muy contentos y se lo llevaron a casa. Le llamaron Momotaro, pues,  en japonés, Momo significa melocotón.
Momotaro creció muy sano y fuerte, más que el resto de los niños del pueblo. Con el tiempo se convirtió en un joven bondadoso al que todo el mundo quería y respetaba.
Por aquellos años con frecuencia asaltaban  la aldea unos demonios que ponían todo patas para arriba, robando todo lo que podían y atemorizando a sus habitantes. La tarde en que Momotaro alcanzó la mayoría de edad, todos propusieron que fuera él quien  salvara al pueblo de los molestos demonios.
– ¡Es un honor para mí! Iré a Onigashima, la Isla de los Demonios y les daré un buen escarmiento para que no vuelvan por aquí – dijo el joven mientras le ponían una armadura y le daban provisiones para unos días.
Dispuesto a cumplir su misión cuanto antes salió del pueblo y tras varias horas caminando, el valiente Momotaro se encontró con un perro.
– Hola Momotaro… ¿A dónde vas? – le dijo el animal.
– Voy a la isla de Onigashima a derrotar a los demonios.
– ¿Me das algo de comer que tengo mucha hambre? – preguntó el can.
– Claro que sí. Llevo bolitas de maíz… ¿Te vienes conmigo a la isla y me ayudas?
– Sí… ¡iré contigo! – le respondió el perro agradecido.
Al ratito, Momotaro y el perro se cruzaron con un mono.
– Hola… ¿A dónde vais tan rápido?
– Vamos a Onigashima a vencer a los demonios de la isla ¿Quieres venir con nosotros? Llevo ricas bolitas de maíz para todos.
El mono aceptó y se unió al grupo a cambio de un poco de alimento. Poco después se les acercó un faisán.
– ¿A dónde os dirigís, amigos?
– A Onigashima, a ver si conseguimos deshacernos de los demonios- afirmó Momotaro.
– Perfecto, me apunto a ayudaros – dijo el faisán con voz algo chillona. A cambio, Momotaro compartió también con él su comida.
Llegaron a la costa y el extraño cuarteto embarcó en un velero que les llevó hasta la isla.  Cuando avistaron tierra, el faisán voló sobre ella para echar un vistazo y regresó a donde estaba el barco.
– ¡Están todos dormidos! ¡Vamos, entremos! – gritó desde el aire a sus compañeros.
Desembarcaron y se acercaron a la gran muralla tras la cual se refugiaban los demonios. El mono entró en acción y trepando por el alto muro de piedra, saltó hacia el otro lado y abrió la enorme puerta desde dentro. Bajo las órdenes de Momotaro, todos irrumpieron gritando.
– ¡Eh, demonios, salid de vuestro escondite! ¡Dad la cara, no seáis cobardes!
Los demonios, recién levantados de su larga siesta, se sorprendieron al ver al chico con los tres animales. Antes de que pudieran reaccionar, el perro empezó a morderles, el faisán a picotear sus cabezas y el mono a arañarles con sus fuertes uñas. Por mucho que los demonios quisieron defenderse, no tuvieron nada que hacer ante un equipo tan valiente y bien organizado.
– ¡Ay, ay! ¡Nos rendimos! ¡Dejadnos en paz, por favor! – suplicaban desesperados.
– ¡Sólo si prometéis dejar tranquila a la gente de mi aldea! – les gritó Momotaro – ¡No quiero que os acerquéis a ella nunca más!
– Sí, sí… ¡Haremos lo que tú digas! – bramaron los demonios sin fuerzas ya para defenderse.
– Está bien… ¡Pues ahora devolvednos todo lo que le habéis robado durante años a mi gente!
Así lo hicieron. Momotaro y sus pintorescos amigos cargaron una carretilla con cientos de monedas y joyas que los demonios habían quitado a los habitantes de la aldea y se despidieron de la isla para siempre.
Al llegar al pueblo, fue recibido como un héroe y compartió el éxito con sus nuevos y fieles amigos.

Juan sin miedo

Juan sin miedo

Cuento infantil clásico Juan sin miedo

Adaptación del cuento de los Hermanos Grimm

Erase una vez un hombre que tenía dos hijos totalmente distintos. Pedro, el mayor, era un chico listo y responsable, pero muy miedoso. En cambio su hermano pequeño, Juan, jamás tenía miedo a nada, así que en la comarca todos le llamaba Juan sin miedo.
A Juan no le daban miedo las tormentas, ni los ruidos extraños, ni escuchar cuentos de monstruos en la cama. El miedo no existía para él. A medida que iba creciendo, cada vez tenía más curiosidad sobre qué era sentir miedo porque él nunca había tenido esa sensación.
Un día le dijo a su familia que se iba una temporada para ver si conseguía descubrir lo que era el miedo. Sus padres intentaron impedírselo, pero fue imposible. Juan era muy cabezota y  estaba decidido a lanzarse a la aventura.
Metió algunos alimentos y algo de ropa en una mochila y echó a andar. Durante días recorrió diferentes lugares, comió lo que pudo y durmió a la intemperie, pero no hubo nada que le produjera miedo.
Una mañana llegó a la capital del reino y vagó por sus calles hasta llegar a la plaza principal, donde colgaba un enorme cartel firmado por el rey que decía:
“Se hace saber que al valiente caballero que sea capaz de pasar tres días y tres noches en el castillo encantado, se le concederá la mano de mi hija, la princesa Esmeralda”
Juan sin miedo pensó que era una oportunidad ideal para él. Sin pensárselo dos veces, se fue al palacio real y pidió ser recibido por el mismísimo rey en persona.  Cuando estuvo frente a él, le dijo:
– Señor, si a usted le parece bien, yo estoy decidido a pasar tres días en ese castillo. No le tengo miedo a nada.
– Sin duda eres valiente, jovenzuelo. Pero te advierto que muchos lo han intentado y hasta ahora, ninguno lo ha conseguido – exclamó el monarca.
– ¡Yo pasaré la prueba! – dijo Juan sin miedo sonriendo.
Juan sin miedo, escoltado por los soldados del rey, se dirigió al tenebroso castillo que estaba en lo alto de una montaña escarpada. Hacía años que nadie lo habitaba y su aspecto era realmente lúgubre.
Cuando entró, todo estaba sucio y oscuro. Pasó a una de las habitaciones y con unos tablones que había por allí, encendió una hoguera para calentarse. Enseguida, se quedó dormido.
Al cabo de un rato, le despertó el sonido de unas cadenas ¡En el castillo había un fantasma!
– ¡Buhhhh, Buhhhh! – escuchó Juan sobre su cabeza – ¡Buhhhh!
– ¿Cómo te atreves a despertarme?- gritó Juan enfrentándose a él. Cogió unas tijeras y comenzó a rasgar la sábana del espectro, que huyó por el interior de la chimenea hasta desaparecer en la oscuridad de la noche.
Al día siguiente, el rey se pasó por el castillo para comprobar que Juan sin miedo estaba bien. Para su sorpresa, había superado la primera noche encerrado y estaba decidido a quedarse y afrontar el segundo día. Tras unas horas recorriendo el castillo, llegó la oscuridad y  por fin, la  hora de dormir. Como el día anterior, Juan sin miedo encendió una hoguera para estar calentito y en unos segundos comenzó a roncar.
De repente, un extraño silbido como de lechuza le despertó. Abrió los ojos y vio una bruja vieja y fea que daba vueltas y vueltas a toda velocidad subida a una escoba. Lejos de acobardarse, Juan sin miedo se enfrentó a ella.
– ¿Qué pretendes, bruja? ¿Acaso quieres echarme de aquí? ¡Pues no lo conseguirás! – bramó. Dio un salto, agarró el palo de la escoba y empezó a sacudirlo con tanta fuerza que la bruja salió disparada por la ventana.
Cuando amaneció, el rey pasó por allí de nuevo para comprobar que todo estaba en orden. Se encontró a Juan sin miedo tomado un cuenco de leche y un pedazo de pan duro relajadamente frente a la ventana.
– Eres un joven valiente y decidido. Hoy será la tercera noche. Ya veremos si eres capaz de aguantarla.
– Descuide, majestad ¡Ya sabe usted que yo no le temo a nada!
Tras otro día en el castillo bastante aburrido para Juan sin miedo, llegó la noche. Hizo como de costumbre una hoguera para calentarse y se tumbó a descansar. No había pasado demasiado tiempo cuando una ráfaga de aire caliente le despertó. Abrió los ojos y frente a él vio un temible dragón que lanzaba llamaradas por su enorme boca. Juan sin miedo se levantó y le lanzó una silla a la cabeza. El dragón aulló de forma lastimera y salió corriendo por donde había venido.
– ¡Qué pesadas estas criaturas de la noche! – pensó Juan sin miedo- No me dejan dormir en paz, con lo cansado que estoy.
Pasados los tres días con sus tres noches, el rey fue a comprobar que Juan seguía sano y salvo en el castillo. Cuando le vio tan tranquilo y sin un solo rasguño, le invitó a su palacio y le presentó a su preciosa hija. Esmeralda, cuando le vio, alabó su valentía y aceptó casarse con él. Juan se sintió feliz, aunque en el fondo, estaba un poco decepcionado.
– Majestad, le agradezco la oportunidad que me ha dado y sé que seré muy feliz con su hija, pero no he conseguido sentir ni pizca de miedo.
Una semana después, Juan y Esmeralda se casaron. La princesa sabía que su marido seguía con  el anhelo de llegar a sentir miedo, así que una mañana, mientras dormía, derramó una jarra de agua helada sobre su cabeza. Juan pegó un alarido y se llevó un enorme susto.
– ¡Por fin conoces el miedo, querido! – dijo ella riendo a carcajadas.
– Si – dijo todavía temblando el pobre Juan- ¡Me he asustado de verdad! ¡Al fin he sentido el miedo! ¡Ja ja ja! Pero no digas nada a nadie…. ¡Será nuestro secreto!
La princesa Esmeralda jamás lo contó, así que el valeroso muchacho siguió siendo conocido en todo el reino como Juan sin miedo.

Hansel y Gretel

Hansel y Gretel

adaptación del cuento clásico Hansel y Gretel

Adaptación del cuento de los Hermanos Grimm

En una cabaña cerca del bosque vivía un leñador con sus dos hijos, que se llamaban Hansel y Gretel. El hombre se había casado por segunda vez con una mujer que no quería a los niños. Siempre se quejaba de que comían demasiado y que por su culpa, el dinero no les llegaba para nada.
– Ya no nos quedan monedas para comprar ni leche ni carne – dijo un día la madrastra – A este paso, moriremos todos de hambre.
– Mujer… Los niños están creciendo y lo poco que tenemos es para comprar comida para ellos – contestó compungido el padre.
– ¡No! ¡Hay otra solución! Tus hijos son lo bastante espabilados como para buscarse la vida ellos solos, así que mañana iremos al bosque y les abandonaremos allí. Seguro que con su ingenio conseguirán sobrevivir sin problemas y encontrarán un nuevo lugar para vivir – ordenó la madrastra envuelta en ira.
– ¿Cómo voy a abandonar a mis hijos a su suerte? ¡Son sólo unos niños!
– ¡No hay más que hablar! – siguió gritando – Nosotros viviremos más desahogados y ellos, que son jóvenes, encontrarán la manera de salir adelante por sí mismos.
El buen hombre,  a pesar de la angustia que sentía en el pecho, aceptó pensando que quizá su mujer tuviera razón y que dejarles libres sería lo mejor.
Mientras el matrimonio hablaba sobre este tema, Hansel estaba en la habitación contigua escuchándolo todo. Horrorizado, se lo contó al oído a su hermana Gretel. La pobre niña comenzó a llorar amargamente.
– ¿Qué haremos, hermano, tú y yo solitos en el bosque? Moriremos de hambre y frío.
– No te preocupes, Gretel, confía en mí ¡Ya se me ocurrirá algo! – dijo Hansel con ternura, dándole un beso en la mejilla.
Al día siguiente, antes del amanecer, la madrastra les despertó dando voces.
– ¡Levantaos! ¡Es hora de ir a trabajar, holgazanes!
Asustados y sin decir nada, los niños se vistieron y se dispusieron a acompañar a sus padres al bosque para recoger leña. La madrastra les esperaba en la puerta con un panecillo para cada uno.
– Aquí tenéis un mendrugo de pan. No os lo comáis ahora, reservadlo para la hora del almuerzo, que queda mucho día por delante.
Los cuatro iniciaron un largo recorrido por el sendero que se adentraba en el bosque. Era un día de otoño desapacible y frío. Miles de hojas secas de color tostado crujían bajo sus pies.
A Hansel le atemorizaba que su madrastra cumpliera sus amenazas. Por si eso sucedía, fue  dejando miguitas de pan a su paso para señalar el camino de vuelta a casa.
Al llegar a su destino, ayudaron en la dura tarea de recoger troncos y ramas. Tanto trabajaron que el sueño les venció y se quedaron dormidos al calor de una fogata. Cuando se despertaron, sus padres ya no estaban.
– ¡Hansel, Hansel! – sollozó Gretel – ¡Se han ido y nos han dejado solos! ¿Cómo vamos a salir de aquí? El bosque está oscuro y es muy peligroso.
– Tranquila hermanita, he dejado un rastro de migas de pan para poder regresar – dijo Hansel confiado.
Pero por más que buscó las miguitas de pan, no encontró ni una ¡Los pájaros se las habían comido!
Desesperados, comenzaron a vagar entre los árboles durante horas. Tiritaban de frío y tenían tanta hambre que casi no les quedaban fuerzas para seguir avanzando. Cuando ya lo daban todo por perdido, en un claro del bosque vieron una hermosa casita de chocolate. El tejado estaba decorado con caramelos de colores y las puertas y ventanas eran de bizcocho. Tenía un jardín pequeño cubierto de flores de azúcar y de la fuente brotaba sirope de fresa.
Maravillados, los chiquillos se acercaron y comenzaron a comer todo lo que se les puso por delante ¡Qué rico estaba todo!
Al rato, salió de la casa una mujer vieja y arrugada que les recibió con amabilidad.
– ¡Veo que os habéis perdido y estáis muertos de hambre, pequeños! ¡Pasad, no os quedéis ahí! En mi casa encontraréis cobijo y todos los dulces que queráis.
Los niños, felices y confiados, entraron  en la casa sin sospechar que se trataba de una malvada bruja que había construido una casa de chocolate y caramelos para atraer a los niños y después comérselos. Una vez dentro, cerró la puerta con llave, cogió a Hansel y lo encerró en una celda de la que era imposible salir. Gretel, asustadísima,  comenzó a llorar.
– ¡Tú, niñata, deja de lloriquear! A partir de ahora serás mi criada y te encargarás de cocinar para tu hermano. Quiero que engorde mucho y dentro de unas semanas me lo comeré. Como no obedezcas, tú correrás la misma suerte.
La pobre niña tuvo que hacer lo que la bruja cruel le obligaba. Cada día, con el corazón en un puño, le llevaba ricos manjares a su hermano Hansel. La bruja, por las noches, se acercaba a la celda a ver al niño para comprobar si había ganado peso.
– Saca la mano por la reja – le decía para ver si su brazo estaba más gordito.
El avispado Hansel  sacaba un hueso de pollo en vez de su brazo a través de los barrotes.  La bruja, que era corta de vista y con la oscuridad no distinguía nada, tocaba el hueso y se quejaba de que seguía siendo un niño flaco y sin carnes.  Durante semanas consiguió engañarla, pero un día la vieja se hartó.
– ¡Tu hermano no engorda y ya me he cansado de esperar! – le dijo a Gretel – Prepara el horno, que hoy me lo voy a comer.
La niña, muerta de miedo, le dijo que no sabía cómo se encendían las brasas. La bruja se acercó al horno con una enorme antorcha.
– ¡Serás inútil! – se quejó la malvada mujer mientras se agachaba frente al horno – ¡Tendré que hacerlo yo!
La vieja metió la antorcha dentro del horno y cuando comenzó a crepitar el fuego, Gretel se armó de valor y de una patada la empujó dentro y cerró la puerta. Los gritos de espanto no conmovieron a la chiquilla; cogió las llaves de la celda y liberó a su hermano.
Fuera de peligro, los dos recorrieron la casa y encontraron un cajón donde había valiosas joyas y piedras preciosas. Se llenaron los bolsillos y huyeron de allí. Se adentraron en el bosque de nuevo y la suerte quiso que encontraran fácilmente el camino que llevaba a su casa, guiándose por el brillante sol que lucía esa mañana.
 A lo lejos distinguieron a su padre sentado en el jardín, con la mirada perdida por la tristeza de no tener a sus hijos. Cuando les vio aparecer, fue corriendo a abrazarles.  Les contó que cada día sin ellos se había sido un infierno y que su madrastra ya no vivía allí. Estaba muy arrepentido. Hansel y Gretel supieron perdonarle y le dieron las valiosas joyas que habían encontrado en la casita de chocolate.
¡Jamás volvieron a ser pobres y los tres vivieron muy felices y unidos para siempre!

El monstruo del lago

El monstruo del lago

cuento infantil monstruo lago

Adaptación del cuento popular de África

Érase una vez una preciosa muchacha llamada Untombina, hija del rey de una tribu africana. A unos kilómetros de su hogar había un lago muy famoso en toda la comarca porque en él se escondía un terrible monstruo que, según se contaba, devoraba a todo aquel que merodeaba por allí.
Nadie, ni de día ni de noche, osaba acercarse a muchos metros a la redonda de ese lugar. Untombina, en cambio, valiente y curiosa por naturaleza, estaba deseando conocer el aspecto de ese monstruo que tanto miedo daba a la gente.
Un año llegó el otoño y con él tantas lluvias, que toda la región se inundó. Muchos hogares se vinieron abajo y los cultivos fueron devorados por las aguas. La joven Untombina pensó que quizá el monstruo tendría una solución a tanta desgracia y pidió permiso a sus padres para ir a hablar con él. Aterrorizados, no sólo se negaron, sino que le prohibieron terminantemente que se alejara de la casa.
Pero no hubo manera; Utombina, además de valiente, era terca y decidida, así que reunió a todas las chicas del pueblo y juntas partieron en busca del monstruo. La hija del rey dirigió la comitiva a paso rápido, y justo cuando el sol estaba más alto en el cielo, el grupo de muchachas llegó al lago.
En apariencia todo estaba muy tranquilo y el lugar les parecía encantador. Se respiraba aire puro y el agua transparente dejaba ver el fondo de piedras y arena blanca. La caminata había sido dura y el calor intenso, así que nada les apetecía más que darse un buen chapuzón. Entre risas, se quitaron la ropa, las sandalias y las joyas, y se tiraron de cabeza.  Durante un buen rato, nadaron, bucearon y jugaron a salpicarse unas a otras. Tan entretenidas estaban que no se dieron cuenta de que el monstruo, sigilosamente, se había acercado a la orilla por otro lado y les había robado todas sus pertenencias.
Cuando la primera de las muchachas salió del agua para vestirse, no encontró su ropa y avisó a todas las demás de lo que había sucedido.  Asutadísimas comenzaron a gritar y a preguntarse qué podían hacer ¡No podían volver desnudas al pueblo!
Se acercaron al lago y, en fila, comenzaron a llamar al monstruo. Entre llantos, le rogaron que les devolviera la ropa. Todas menos Utombina, que como hija del rey, se negaba a humillarse y a suplicar nada de nada.
El monstruo escuchó las peticiones y, asomando la cabeza, comenzó a escupir prendas, anillos y pulseras, que las chicas recogieron rápidamente. Devolvió todo lo que había robado excepto las cosas de la orgullosa Utombina. Las chicas querían volver, pero ella seguía negándose a implorar y se quedó inmóvil, en la orilla, mirando al lago. Su actitud consiguió enfadar al monstruo que, en un arrebato de ira, salió inesperadamente del lago y de un bocado se la tragó.
Todas las jovencitas volvieron a chillar presas del pánico y corrieron al pueblo para contar al rey lo que había sucedido. Destrozado por la pena, decidió actuar: reclutó a su ejército y lo envió al lago para acabar con el horrible ser que se había comido a su niña.
Cuando los soldados llegaron armados hasta los dientes, el monstruo  se dio cuenta de sus intenciones y se enfureció todavía más. A manotazos, empezó a atrapar hombres de dos en dos y a comérselos sin darles tiempo a huir. Uno delgaducho y muy hábil se zafó de sus garras, pero el monstruo le persiguió sin descanso hasta que, casualmente, llegó a la casa del rey. Para entonces, de tanto comer, su cuerpo se había transformado en una bola descomunal que  parecía a punto de explotar.
El monarca, muy hábil con el manejo de las armas, sospechó que su hija y los soldados todavía podrían estar vivos dentro de la enorme barriga, y sin dudarlo ni un segundo, comenzó a disparar flechas a su ombligo. Le hizo tantos agujeros que parecía un colador. Por el más grande, fueron saliendo uno a uno todos los hombres que habían sido engullidos por la fiera. La última en aparecer ante sus ojos,  sana y salva, fue su preciosa hija.
El malvado monstruo dejó de respirar y todos agradecieron a Utombina su valentía. Gracias a su orgullo y tozudez, habían conseguido acabar con él para siempre.

El birrete blanco

El birrete blanco

Cuento popular infantil El birrete blanco

Adaptación del cuento anónimo de Islandia

Había una vez un chico y una chica que eran amigos desde la infancia porque vivían en el mismo pueblo y eran vecinos. Se llevaban muy bien y a menudo solían merendar juntos y dar paseos por el campo al salir de la escuela.
El muchacho era muy travieso y aficionado a gastarle bromas a su amiga. A veces, se escondía tras las puertas para darle un susto o le contaba cosas inverosímiles y fantasiosas para que ella se las creyera. Después, cuando veía su cara de asombro, se partía de risa. En una palabra, le encantaba hacer payasadas y la chica era casi siempre el blanco de sus guasas.
Un día que lloviznaba, la muchacha estaba en casa y su madre le dijo:
– ¡Hija, la lluvia lo está empapando todo! Ve corriendo y trae la ropa que hay en el tendedero junto al cementerio, antes de que sea demasiado tarde.
– Ahora mismo, mamá. Enseguida vuelvo.
La chica salió disparada mirando de reojo los nubarrones sobre su cabeza ¡Estaba a punto de caer una buena tormenta!
 Llegó al tendedero y se dio toda la prisa que pudo. Descolgó la ropa y la metió en un  cesto de mimbre. Cuando iba a levantarlo para regresar a su casa, vio que sobre una tumba había una figura con forma humana, totalmente vestida de blanco. Estaba sentada y no se le veía la cara porque la llevaba tapada con un birrete como el que llevan los fantasmas.
Para ser sinceros, su aspecto era el de un fantasma de verdad, pero no se asustó lo más mínimo porque pensó que era su amigo bromista que, una vez más, quería burlarse de ella. Sin vacilar ni un momento, se acercó a paso veloz a la supuesta aparición.
– ¡Serás tonto!…  ¡Si crees que vas a asustarme estás muy equivocado!  ¡Estoy harta de tus bromas pesadas!
Y levantando el brazo muy enfadada, le dio un fuerte empujón y volvió a por el cesto de ropa limpia.
Cuál sería su sorpresa cuando, al llegar a casa, vio que su amigo estaba por allí, jugando con su   perro labrador, como si nada hubiera pasado.
– ¡Qué raro! ¿Cómo ha podido llegar antes que yo?…
Extrañamente, la joven fue a la cocina y ayudó a su madre a doblar la ropa seca que acababa de traer del tendedero. Entre el montón de prendas, encontró una capucha igual que la que llevaba el fantasma. No había explicación posible.
– ¿Quién habrá puesto este capirote en mi cesto?  ¡No entiendo nada!
Empezó a asustarse de verdad. Le contó a su madre lo que le había sucedido en el cementerio y decidieron pedir una cita con el sabio del pueblo, a ver si podía aclarar el misterio. El anciano les recibió con solemnidad.
– Díganme… ¿En qué puedo ayudarles?
– Verá, señor… Creo que mi hija se encontró ayer con un auténtico fantasma. El caso es que ella le dio un empujón creyendo que era un amigo suyo disfrazado, pero al llegar a casa apareció, como por arte de magia, un birrete blanco en el cesto de la ropa ¿Qué cree usted que debemos hacer?
El viejo sabio se sobresaltó.
– ¡Qué coincidencia! Esta misma mañana un vecino me ha contado que vio un fantasma sin capucha sobre una tumba del cementerio ¡Debemos devolvérsela cuanto antes o una desgracia caerá sobre nuestra comunidad!
La chica sintió un escalofrío.
– ¿Una desgracia? ¿Por qué?
El hombre, que de enigmas sabía bastante, le contestó con voz grave y ceremoniosa.
– Pues porque nadie debe importunar a los seres del más allá que nos visitan y tú le has empujado sin piedad. Hay que respetarles para que ellos nos respeten a nosotros. Salgamos a la calle y reunámonos con los vecinos. Te acompañaremos para que no tengas miedo y repararás el daño causado devolviéndola el birrete.
En pocos minutos, la chica y unas veinte personas más,  tomaron el camino del cementerio. Encontraron al fantasma sentado cabizbajo sobre una tumba de piedra, desgastada por el paso de los años. Por supuesto, no tenía nada tapándole la cabeza.
Todos se quedaron en silencio. La joven sostenía el birrete con sus manos temblorosas.  Atemorizada, dio unos pasos al frente para acercarse al espectro, que la miraba fijamente con cara de pocos amigos. Haciendo un esfuerzo por parecer valiente, levantó los brazos y con cuidado le puso la capucha sobre la cabeza. Después, le preguntó:
– ¿Ya estás contento?
El fantasma, todavía enfadado, se abalanzó sobre la muchacha y le correspondió con otro empujón. La  muchacha cayó al suelo como si fuera un saco de patatas. Acto seguido, le contestó con ironía:
– ¡Sí, ya estoy contento! Tú me empujaste a mí y ahora yo te he empujado a ti ¡Ya estamos en paz! Ah, por cierto… ¡Gracias por devolverme el birrete!
Y sin decir nada más, el fantasma se metió en la tumba y desapareció bajo tierra para siempre.